Bajé del coche y dejé
que la cálida brisa de verano me acariciase los pensamientos. Cerré mis ojos y
sentí el aroma del mar.
Notar esa sensación de
calidez dentro de mí, despertó un sinfín de sensaciones nuevas que nunca antes
había experimentado. Tener delante el
mar…cuántos sueños desperdiciados intentando igualar una sensación inigualable…
Me encontraba en el
paseo de Neptuno, en la playa de la Malvarrosa en Valencia. Hacía calor pero se
soportaba muy bien. Aquella brisa ejercía de anfitriona aplacando el insaciable
sol frente al mar.
Aquel paseo ancho de
ladrillo con dibujos geométricos, a un lado flanqueado por casas adosadas del
siglo pasado pintadas cada una de un color, le daba al conjunto un aire del
pasado muy actual. Al otro lado del paseo, un pequeño muro separaba la playa de
los paseantes.
Amanecer en la playa de la Malvarrosa - Foto enviada por Francisco Villaescusa Valero
Las hileras de
palmeras se sucedían del lado de las casas, ahora convertidas en restaurantes.
La gente conversaba alegre sentada en el murete, los niños jugaban en el paseo…
la mezcla de todos estos elementos hacía que pasear por allí fuese un verdadero
placer.
Y entonces la vi…
La luz del ocaso
doraba su blanca piel, apenas oculta por un vestido blanco vaporoso a juego con
la pamela de tela que se sujetaba con una mano. Era como mirar un cuadro de
Sorolla.
La suave brisa movía
su morena melena libre de ataduras y que dejaba ver sin trabas aquel rostro
angelical. Cara ovalada, nariz pequeña y respingona…preciosa.
Se giró al sentir mi
presencia y me dejó disfrutar por unos segundos del marrón oscuro de sus
ojos…me sonrió y se alejó por aquel paseo entre la gente con andares
majestuosos y a la vez ligeros y gráciles.
Tras el impacto
inicial, me recompuse y me di cuenta que la había perdido de vista.
Inmediatamente, con paso acelerado, me dispuse a buscarla entre la gente. No
estaba…
La luz se iba apagando
en el horizonte al mismo ritmo que la gente abandonaba el paseo. Yo seguí
andando en línea recta ansioso por encontrarla…las luces de las farolas se
encendieron.
A lo lejos me pareció
ver aquel vestido blanco de nuevo. Como si me hubiesen espoleado, apreté el
paso hasta alcanzar aquella figura de blanco perfil. Le sujeté por el brazo y
ella se giró de nuevo hacia mí, dedicándome la más bella de las sonrisas al
tiempo que se escurría entre mis dedos de nuevo.
Con un gracioso gesto,
saltó a lo alto del murete de apenas medio metro y pasó a la dorada arena ahora
ya oscurecida por la falta de luz. Sin saber por qué, la seguí…
Ella andaba por la
arena como si fuese su medio natural…con paso firme y suave. Me costaba
seguirle el ritmo, pero al final conseguí alcanzarla de nuevo. Esta vez no se
me podía escapar.
La sujeté con ambas
manos por la cintura y antes de poder salir una palabra de mi boca, la tapó con
la suya. Una primera sensación de sorpresa, dejo paso a un instante de disfrute
infinito.
Fue un beso largo y
relajado. Cálido y cariñoso. Con pasión pero sin prisas. Ella enredó sus dedos
en mi cabellera mientras yo seguía sujetándola por la cintura.
En esa posición
separamos nuestras caras para mirarnos a los ojos y así nos quedamos un rato indefinido
ya que mi tiempo se paró…el universo se paró.
Cuando me di cuenta,
la noche nos cubría por completo y estábamos solos cerca de la orilla del mar.
Cogidos de la mano y los pies metidos en el cálido mediterráneo, paseamos playa
adelante con la única compañía de los reflejos tintineantes de luces lejanas a
lo largo de la costa.
Andábamos, nos
mirábamos, sonreíamos, nos besábamos…no hacía falta hablar.
Una luna llena
preciosa como un espejo de plata comenzó a alzarse por el horizonte sobre el
mar como testigo muda de nuestras miradas. Una mirada, la de ella, que comenzó
a tornarse triste y preocupante al tiempo que serena y sosegada.
Ella me miró fijamente
y me dijo: “me tengo que ir, es mi hora…” y comenzó a desvanecerse delante de
mí. A medida que la luna se elevaba, ella se volvía más transparente ante mi
mirada atónita.
Apenas visible, aún
cogidos por las manos, le pregunté: “cuál es tu nombre?”
Y con el último
reflejo transparente de su mirada me contestó: “Valencia” – al tiempo que
desapareció por completo.
Allí me quedé mirando
a aquella luna redonda y preciosa hasta que se hizo de día…y ahí me di cuenta
de que me había enamorado de Valencia.
Ahora, muchos años
después, sigo viniendo al mismo punto del paseo dónde la vi por primera vez,
año tras año y allí sigue ella, tan joven y linda como cuando la
conocí…sonriéndome como aquella primera vez…