jueves, 18 de abril de 2013

VALENCIA - Allí me quedé mirando a aquella luna redonda y preciosa hasta que se hizo de día…


Bajé del coche y dejé que la cálida brisa de verano me acariciase los pensamientos. Cerré mis ojos y sentí el aroma del mar.

Notar esa sensación de calidez dentro de mí, despertó un sinfín de sensaciones nuevas que nunca antes había experimentado. Tener delante el mar…cuántos sueños desperdiciados intentando igualar una sensación inigualable…

Me encontraba en el paseo de Neptuno, en la playa de la Malvarrosa en Valencia. Hacía calor pero se soportaba muy bien. Aquella brisa ejercía de anfitriona aplacando el insaciable sol frente al mar.
Aquel paseo ancho de ladrillo con dibujos geométricos, a un lado flanqueado por casas adosadas del siglo pasado pintadas cada una de un color, le daba al conjunto un aire del pasado muy actual. Al otro lado del paseo, un pequeño muro separaba la playa de los paseantes.


Amanecer en la playa de la Malvarrosa - Foto enviada por Francisco Villaescusa Valero

Las hileras de palmeras se sucedían del lado de las casas, ahora convertidas en restaurantes. La gente conversaba alegre sentada en el murete, los niños jugaban en el paseo… la mezcla de todos estos elementos hacía que pasear por allí fuese un verdadero placer.

Y entonces la vi…


La luz del ocaso doraba su blanca piel, apenas oculta por un vestido blanco vaporoso a juego con la pamela de tela que se sujetaba con una mano. Era como mirar un cuadro de Sorolla.

La suave brisa movía su morena melena libre de ataduras y que dejaba ver sin trabas aquel rostro angelical. Cara ovalada, nariz pequeña y respingona…preciosa.

Se giró al sentir mi presencia y me dejó disfrutar por unos segundos del marrón oscuro de sus ojos…me sonrió y se alejó por aquel paseo entre la gente con andares majestuosos y a la vez ligeros y gráciles.

Tras el impacto inicial, me recompuse y me di cuenta que la había perdido de vista. Inmediatamente, con paso acelerado, me dispuse a buscarla entre la gente. No estaba…

La luz se iba apagando en el horizonte al mismo ritmo que la gente abandonaba el paseo. Yo seguí andando en línea recta ansioso por encontrarla…las luces de las farolas se encendieron.

A lo lejos me pareció ver aquel vestido blanco de nuevo. Como si me hubiesen espoleado, apreté el paso hasta alcanzar aquella figura de blanco perfil. Le sujeté por el brazo y ella se giró de nuevo hacia mí, dedicándome la más bella de las sonrisas al tiempo que se escurría entre mis dedos de nuevo.

Con un gracioso gesto, saltó a lo alto del murete de apenas medio metro y pasó a la dorada arena ahora ya oscurecida por la falta de luz. Sin saber por qué, la seguí…

Ella andaba por la arena como si fuese su medio natural…con paso firme y suave. Me costaba seguirle el ritmo, pero al final conseguí alcanzarla de nuevo. Esta vez no se me podía escapar.

La sujeté con ambas manos por la cintura y antes de poder salir una palabra de mi boca, la tapó con la suya. Una primera sensación de sorpresa, dejo paso a un instante de disfrute infinito.

Fue un beso largo y relajado. Cálido y cariñoso. Con pasión pero sin prisas. Ella enredó sus dedos en mi cabellera mientras yo seguía sujetándola por la cintura.

En esa posición separamos nuestras caras para mirarnos a los ojos y así nos quedamos un rato  indefinido ya que mi tiempo se paró…el universo se paró.

Cuando me di cuenta, la noche nos cubría por completo y estábamos solos cerca de la orilla del mar. Cogidos de la mano y los pies metidos en el cálido mediterráneo, paseamos playa adelante con la única compañía de los reflejos tintineantes de luces lejanas a lo largo de la costa.

Andábamos, nos mirábamos, sonreíamos, nos besábamos…no hacía falta hablar.

Una luna llena preciosa como un espejo de plata comenzó a alzarse por el horizonte sobre el mar como testigo muda de nuestras miradas. Una mirada, la de ella, que comenzó a tornarse triste y preocupante al tiempo que serena y sosegada.

Ella me miró fijamente y me dijo: “me tengo que ir, es mi hora…” y comenzó a desvanecerse delante de mí. A medida que la luna se elevaba, ella se volvía más transparente ante mi mirada atónita.

Apenas visible, aún cogidos por las manos, le pregunté: “cuál es tu nombre?”

Y con el último reflejo transparente de su mirada me contestó: “Valencia” – al tiempo que desapareció por completo.

Allí me quedé mirando a aquella luna redonda y preciosa hasta que se hizo de día…y ahí me di cuenta de que me había enamorado de Valencia.

Ahora, muchos años después, sigo viniendo al mismo punto del paseo dónde la vi por primera vez, año tras año y allí sigue ella, tan joven y linda como cuando la conocí…sonriéndome como aquella primera vez…

escrito por pensador.doble